Análisis de Extinction

La Teoría del Diseño Inteligente, un concepto pseudocientífico cercano a las posiciones creacionistas, parte de una premisa con la que no es difícil empatizar: todo diseño implica la existencia de un diseñador. El funcionamiento del páncreas, el vuelo de un águila o la fotosíntesis son sistemas enormemente complejos, y de un primer vistazo la lógica invita a desestimar su origen en el azar y decantarse por la figura del creador, un tipo con celestial barba blanca que tiene un plan y no juega a los dados con el universo. Es, claro, un argumento falaz que ignora deliberadamente el efecto y la escala de un número de iteraciones casi infinito, y en el fondo se diferencia poco de esas paparruchas tierraplanistas que comparan el globo terráqueo con una pelota de tenis mojada. Aun así, y jugando por un momento a su juego, resulta innegable que su visión de lo aleatorio encierra cierta verdad: un número infinito de monos tecleando sobre un número infinito de máquinas de escribir terminarían escribiendo El Quijote por pura casualidad, pero en la abrumadora mayoría de casos el resultado sería el más absoluto y violento caos. Así funciona la evolución: por más que nos hayan vendido los X-Men todo el proceso se basa en saltos muy pequeñitos, en mutaciones estrictamente aleatorias que tienen más que ver con ver doble o tolerar regular la lactosa que con arrojar rayos de plasma por los ojos. Ante la ausencia de reglas o de un diseño planificado el rasgo útil prevalece en un océano de alteraciones intrascendentes o directamente dañinas, y si tu número no ha sido premiado no queda otra que extinguirse y dejar paso a combinaciones más funcionales. La naturaleza no es justa, pero los juegos deberían serlo.

Por eso resulta irónico que sea precisamente un título llamado Extinction el que venga a mostrar una fe tan ciega e irresponsable en el factor azar. En el diseño como producto afortunado de unas cuantas variables mezcladas al buen tuntún, y en todos y cada uno de esos primates escribiendo grandes poemas de carrerilla, sin fallo alguno, aporreando tecla tras tecla mientras los versos van sucediendo sin más. Tomemos su mecánica principal (casi la única, me atrevería a decir) como ejemplo: en su mundo hay gigantes, esos gigantes tienen cabeza, tronco y extremidades y nuestro trabajo como único héroe que protege la tierra es separarlas unas de otras antes de que un marcador de extinción basado en edificios derruidos y civiles muertos de al traste con la misión y toque volver a empezar. Hasta aquí todo bien, o al menos en parte, porque las inspiraciones son más que evidentes y el juego no encierra una sola idea que no haya sido ejecutada con elegancia infinitamente mayor en títulos que conocemos todos, pero a nadie le amarga un dulce y nunca es mal momento para decapitar unos cuantos titanes. Unos cuantos gigantes, quiero decir.

En su mayor parte estos formidables oponentes son fotocopias unos de otros, y salvando algún rasgo estético sin importancia toda la variedad que el juego puede ofrecer viene en la forma de su protección corporal, un set de piezas intercambiables que evita que cercenemos piernas y brazos con facilidad y que recorre toda la horquilla entre la endeble rodillera de madera que cae de un solo golpe y el material indestructible forjado por el martillo de Thor: hay protecciones que implican romper un candado, o dos, o cuatro, o incluso esquivar un golpe en el momento oportuno para dejar descubierto el punto débil de la armadura. Cada vez que una de estas piezas cae, un solo tajo certero permitirá mutilar a la criatura impidiendo su movilidad o limitando su capacidad ofensiva, pero llegados a la cabeza viene el girito: el verdadero golpe mortal solo podrá ejecutarse una vez rellenada nuestra barra de energía rúnica, un medidor de especial de toda la vida que a su vez se alimenta de las extremidades que hayamos conseguido dañar y que se reinicia con cada enfrentamiento. Así, un coloso con las rodillas relativamente desprotegidas permite ir acumulando energía a sablazos y alimenta en cierto modo su propia destrucción, y dos espinilleras invulnerables cortan de raíz la cadena obligándonos a buscar alternativas. Y podría funcionar, pero por algo hablaba de irresponsabilidad.

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