Análisis de A Way Out

En abril del año pasado, Jason Schreier publicaba en Kotaku un pequeño gif que explicaba de manera tremendamente gráfica uno de los trucos más comunes que emplean los motores gráficos actuales a la hora de mover con brío los mundos virtuales imposiblemente detallados que conocemos hoy. El sujeto de estudio era Horizon: Zero Dawn, y el principio de funcionamiento era, es, de una simpleza absoluta: cada vez que el jugador gira la cámara en una dirección u otra grandes fragmentos del mundo simplemente desaparecen. Los árboles se evaporan, la complejísima malla que da forma a montañas y valles va perdiendo detalle hasta disolverse en la nada más absoluta y toda esa naturaleza salvaje que un segundo antes alfombraba las ruinas del viejo mundo se revela finalmente como lo que es: un decorado, un efímero cartón piedra que existe o deja de hacerlo en función del lugar en el que el jugador, su único Dios, decide posar la mirada. Si las revistas de la época no mentían el famoso Z-Buffer de Nintendo 64 funcionaba más o menos así, ahorrando al procesador el cálculo de aquellos vértices que no íbamos a poder ver de todas maneras, y aunque ambas sean triquiñuelas fascinantes desde un punto de vista técnico quizá lo sean más sus implicaciones. Quizá no sea necesario irse tan lejos, y quizá podamos encontrar ejemplos de la misma verdad en otros lugares: en ese Armagedón inminente que podemos ignorar cuanto se nos antoje mientras echamos la tarde rescatando gatitos o charlando con aldeanos, en ese infierno alfanumérico que sorprendía a los jugadores de Pac-Man cuando se aventuraban más allá del nivel 255 o en ese borde de la pantalla que amenaza con devorarnos en los niveles de scroll continuo de Super Mario Bros. En el videojuego, la ficción definitiva, no existe nada que sobrepase los márgenes del plano que elige enseñarnos, y puede que por eso la cosa siempre haya ido por barrios: hay quien los llama mundos, y hay quien los llama pantallas. No deja de ser lo mismo.

Es la cámara, el punto de vista del jugador, la que otorga o niega existencia, y por eso la solución que ensaya A Way Out tiene un punto de salomónica. En uno de sus niveles, en una de sus pantallas, la pareja protagonista tiene que huir de un pistolero a sueldo, un tipo calculador y metódico que recorre los pasillos del complejo con la mortecina calma de un Terminator. Nunca acelera el paso, pero nunca aminora la marcha; Leo vuelca alguna estanterías, Vincent le arroja una papelera, y cuando llega el momento de bloquear las puertas y escapar por el conducto de ventilación la maniobra se siente urgente, desesperada, porque el juego ha decidido dividir la pantalla en tres cuadrantes equivalentes. El asesino existe porque podemos verlo, porque avanza hacia el pequeño cuarto de las escobas con una certeza que nunca podría encarnar una cuenta atrás, y esta vez no tenemos todo el tiempo del mundo para completar el puzzle porque la narración ha avanzado y el monstruo se ha quedado fuera del plano. Si algo es relevante para la historia, si algo está sucediendo y puede afectarnos el juego simplemente lo muestra, y por eso huimos de esa gasolinera más apresurados que nunca: la pantalla vuelve a dividirse, y un cliente visiblemente alterado le explica al oficial la pinta que tenía la pareja que acaba de pegar un palo. Al fondo, en la carretera, estamos nosotros.

No es la primera vez que este principio de montaje en paralelo se utiliza para crear tensión, y jugando a A Way Out es frecuente acordarse de ese Jack Bauer al borde del colapso que intentaba decidirse entre el cable rojo y el negro mientras el presidente daba una rueda de prensa y sus compañeros del cuartel le machacaban los dedos con una grapadora a un señor sin permiso de residencia. Hazelight, el estudio responsable del juego, no está inventando la rueda, pero su verdadero hallazgo radica en utilizar el mismo recurso (o decenas de posibles variantes) para dibujar personalidades. Para representar lo que el videojuego siempre elige cortar, y para actuar como el contrapeso emocional de dos personajes complejos que no existen solo en las cinemáticas. Dos personas de carne y hueso que se saben perseguidas por su pasado, que maldicen y sufren y llaman a casa para prometer que todo irá bien, pero que también tienen tiempo para distraerse mirando la tele o haciendo el idiota con una máquina de refrescos. Y sobre todo, dos personas que, pese a su vínculo, existen de manera independiente y no funcionan en sincronía: una de las mayores y más refrescantes sorpresas que encierra el guión de A Way Out es su prodigiosa capacidad para saltar sin esfuerzo de la comedia al drama y vuelta a empezar, y nunca impacta más que cuando lo hace simultáneamente: cuando Vincent recibe una llamada que puede cambiar su vida mientras Leo nos regala la escena de la bicicleta. No os la perdáis.

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